¡Ucha Ucha Ucha, muchachos a la lucha, no seremos machos, Pero somos muchas 1
Llevo mucho tiempo pensando el tema de los pronombres, puedo decir años, como también pudiera decir más de una década, incluso pudiera afirmar que toda una vida. La primera vez que tuve que confrontar el asunto de los pronombres en un ambiente profesional fue cuando serví en la Junta de directores del Sylvia Rivera Law Project alrededor del 2010. En el primer retiro que hicimos, parte de la introducción exigía que dijéramos nuestros pronombres preferidos. Mi primera reacción no fue la mejor, en ese momento declaré que no me importaban los pronombres. Esa afirmación era cierta entonces y también es cierta hoy.
Digo que reaccioné mal porque el requisito de identificar los pronombres preferidos me cogió de sorpresa. Me sentí forzado a escoger un pronombre, en un espacio donde asumí no se iban a vigilar o enforzar los pronombres. Al decir que a mí no me importaban los pronombres, ni recordaba cuándo en mi adolescencia se utilizaron pronombres para acosarme en la escuela, ni entendía la enorme importancia que los pronombres tienen para muchas personas. Era importante para otres entonces, como también lo es hoy. El simple acto de escoger un pronombre para referirse a cualquier persona puede negar o afirmar la identidad de esa persona. A muches se les va (o se nos fue) la vida en ese reconocimiento que necesitamos para sentirnos vistes, reconocides, sentir nuestra identidad honrada. Esa afirmación de la identidad propia es vital.
En esos primeros años escolares entre sexto y cuarto año, para una persona de mi generación, cuando se sospechaba sobre la identidad gay de alguien, cambiarte los pronombres a gritos y en público frente a les compañeres de clase, o maestres, o amistades, era una de las estrategias más crueles utilizadas para atormentarnos, humillarnos y mofarse. Así que, para sobrevivir, une se reapropia del pronombre utilizado como cuchillo y abrazamos el femenino, ya no nos hieren, perdimos el miedo al corsé del binomio “pronombral” 2.” Nos cambiaron los pronombres y nos negamos a llorar, sufrir o celebrar el luto que muchos esperaron que cargáramos al ser desposeídos de la “masculinidad” o declarados incompetentes, insuficientes para representarla. Al contrario, muches que adoptamos otros pronombres que los asignados al nacer, celebramos la liberación de la tortura de las representaciones de la masculinidad: “sé agresivo,” “párate así”, “ten muchas novias”, “camina así”, “siéntate así”, “mírale el culo a las mujeres”, “mira pal techo en el baño de los hombres”, “tira la pelota como los hombres”, “pelea como los hombres”, “date a respetar de las mujeres”, “chicha como los hombres”, “compite”, “gana”, “ríete de las mujeres”, “compite”, “gana”, “diles a las mujeres que son débiles”, “compite”, “gana”, ¡¡UNA SE HARTAAA!! del performance masculino. ¿Por qué hay que exhibir algún tipo de conducta y formas de mover el cuerpo para “merecer el pronombre”? Lo que sí sé es que cuando los abandonamos nos sentimos más livianes. Ese sentimiento de liviandad, para mí, también estaba muy ligado a esa reapropiación o tal vez adopción, o incorporación, del pronombre femenino.
He pensado que el hecho de que los pronombres no me importen pudiera ser un privilegio. Poder alternarlos dependiendo de mi ánimo, o de la compañía, es un privilegio. Sí, poder estar cómode con ambos pronombres es un privilegio, pero no de nacimiento, es el fruto de años tratando de cultivar mi auto-estima, luchando para aceptarme como soy, para quererme y apreciarme, para valorarme. Tomó mucha fuerza dejar de necesitar ese pronombre que culturalmente crea expectativas de un performance, para mí imposible, entorno a la masculinidad. También tomó disciplina y esfuerzo entender que un pronombre femenino no es inferior al masculino. El pronombre no solo se ató a los genitales, también había que comportarse de una manera específica para “merecerlo.” Pero además de un ejercicio de privilegio, puede ser también una estrategia de sobrevivencia; pudiera ser la reapropiación del pronombre utilizado para castrarnos, para de-masculinizarnos; pudiera ser un reto a lo absoluto del pronombre; pudiera ser una aceptación y/o celebración de lo femenino en mí; pudiera ser la transgresión que evidencia que el género es una construcción social y que los pronombres, acertados o no, no nos definen, pudiera ser la aceptación de que no tengo un compromiso “innato” con la masculinidad. Yo propondría que pueden ser todas las anteriores, y algunas otras, menos positivas también.
Están cambiando los protocolos del código hablado y escrito, y se siguen explorando maneras alternas de bregar con los pronombres y más importante aún de reconocer que la diversidad de expresiones del ser es tan variada como personal. Por ejemplo, el uso de la “e” no solo para plurales binomiales, sino para la inclusión de quienes se identifican como no-binaries, ya está bastante generalizado y/o normalizado en espacios culturales, progresistas y/o académicos. Y eso es bueno, me alegra. Sin embargo, pienso que es también importante, por ambas, nostalgia y convencimiento, decir que quiero seguir reconociendo y afirmando el legado de generaciones de hombres gay, que como yo, celebramos lo visto como femenino en nosotres e hicimos femeninas nuestras más fuertes destrezas o características pasándonos por los sobacos, muchas veces afeitados, el pronombre que la sociedad nos asignara. Es por eso que cuando en formularios me preguntan que pronombre uso, escribo Pronombre flexible. No es una decisión mía sola, recientemente en una investigación que hice, me topé con otros hombres cis que han comenzado a utilizar la respuesta Pronombre flexible, de hecho, el término no es mío, lo escuché la primera vez de mi amigo Ángel Antonio Ruiz Laboy, que a su vez lo escuchó de otra gente. De esta forma se amplían las formas diversas e inclusivas de identificarnos o des-identificarnos. Y de paso seguimos negando el terreno a esa ideología patriarcal que exige se utilicen los binomios en estricta conformidad con los genitales de las personas y negamos también que un pronombre (¡una mierda de pronombre!) dicte cómo caminamos, cómo comemos, cómo cogemos la taza de café (¿con el meñique parado o en contacto con la taza?) cómo nos sentamos, nos enamoramos, de qué maneras jugamos deportes y cómo peleamos, entre muchas otras actividades de nuestra vida.
Mi negación a identificar mis pronombres es continua, resiento tener que decir que pronombres prefiero porque la gente los ve como indicativos de algo absoluto. Yo cambio de pronombres frecuentemente, a veces dos o tres veces en un mismo día. Ya sea en alguna llamada a alguien, en algún encuentro con amistades, en silencio en mi cabeza, mientras pienso sobre mi misma. Además no quisiera que se haga inflexible el asunto de los pronombres, que tampoco pensemos que están escritos en piedra, ni se conviertan los pronombres en culto. Nos debemos esa flexibilidad. Después de todo el pronombre es un tipo de palabra que simplemente sustituye el nombre nombre o sustantivo en una oración. Su función es representar a cualquier persona gramatical de la que se hable, incluidos su género (femenino, masculino o neutro) y número (singular o plural). Si aceptamos que el género es una construcción social y es fluido, no les sorprenda que entonces pidamos pronombres también fluidos.
Así que a veces soy una, a veces soy uno, a veces soy une, no me caso con ninguna. De ahora en adelante, identificaré y defenderé la flexibilidad que uso con mis pronombres de la misma manera que seguiré honrando los pronombres que la gente escoja para sí, pero no me obliguen a escoger/fijar pronombres para mi.
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