A lolín Vizcarrondo,
mi querida madre
A mis amigxs que son
nuevas madres y esposos
Un día, aún niño, fui caminando decidido donde mi madre. Llevaba planeando la conversación por dos o tres días. Pensaba que me iba a decir que no, y quería adelantar en mi mente argumentos que apoyaran mi petición. Quería freír un huevo. Quisiera decir que el motivo era la solidaridad con mi mamá, quien pasaba mucho tiempo en la cocina, cocinando para todxs en casa. Pero no era solidaridad, era el deseo de sentirme, “grande”, independiente. No quería necesitarla para algo tan frecuente como el comer. Imaginé que podía empezar por un huevo frito. No recuerdo cuantos años tenía, pero ya podía ver las hornillas cómodamente sin tener que pararme en la punta de los pies. Me sentía grande.
Me senté en la sala haciendo que veía televisor, esperando, casi al acecho, pero no sé si esa palabra es adecuada cuando se habla de la niñez, así que simplemente, esperando. Cuando veo a mami pasar, voy y me le acerco. Mami, me puedes enseñar a romper un huevo para freírlo. Mami sonrió, ella sonreía a todo lo que le pedía entonces. Ya de grande algunas cosas no la hicieron sonreír, no fui un hijo ni remotamente perfecto. pero eso no es esta historia. Mami, aun sonriendo, me preguntó, “¿Y por qué quieres aprender a freír un huevo?” Pues, ya estoy más grande, y no quiero molestarte si tengo hambre, así te dejo descansar.” Mami no respondió, se viró, abrió la nevera, sacó un huevo y me lo puso en la mano. Yo lo agarré nervioso, pensé que al tratar de romperlo iba a ver clara y yema saltando hacia todos lados. Entonces mami me diría que todavía estaba muy pequeño para cocinar. Freír el huevo no me asustaba tanto, era romperlo lo que me causaba temor.
Mami abrió uno de los gabinetes y sacó un sartén, lo puso sobre la hornilla y la encendió. “tienes que calentar el sartén primero, pero no mucho, presiona el botón del medio”. Yo miraba atento, el botón del medio, era un botón blanco pequeño rectangular que tenía como un punto negro grande debajo que destacaba lo obvio, que era el del medio. Mami era esclava de esos botones, limpiando y limpiando para que no se le pusieran amarillos. De alguna manera si se ponían amarillos, eso quería decir que no era buena ama de casa. Para mami era muy importante que lxs vecinos supieran que ella era buena ama de casa. Yo nunca limpié una estufa hasta que viví solo. Privilegios del macho. Pero me distraigo.
Luego de encender la hornilla, mami sacó de la alacena el aceite Mazola. Otra gente cocinaba con manteca, pero mami había leído que el aceite Mazola era mucho más saludable y todo lo hacía con Mazola. No podía faltar en casa. Procedió a derramar un poco del aceite sobre el sartén, “bien poco, no hagas un charco, sólo un poquito y mueves el sartén para que cubra todo el fondo.” Yo miraba cada paso muy atento, como si fuera una ciencia y de la misma dependiera mi futuro. Entonces llegó el momento de la verdad. “Cógelo con el puño, una sola mano y lo golpeas contra el borde del sartén.” Pero mami, ¿y si se rompe? “Lo limpiamos, no te apures, yo estoy aquí al lado tuyo. Y así fue, la recuerdo parada al lado mío, sonreída, observando, dejándome algún espacio. Así que cogí el huevo como ella me indicó y le di contra el borde del sartén. No pasó nada. La miré un poco con vergüenza y ella me dijo “un poco más duro.” Esta segunda vez se abrió y se derramó en el sartén sin perder la forma de huevo frito. “Coge una cucharita pequeña y echa un poco de aceite sobre la yema si la quieres durita”. No, está bien, me gusta así. Esto era parcialmente cierto, me gusta la yema blanda, pero la verdad es que ya era demasiada emoción para también añadirle tanta atención a la yema. “Tienes que estar pendiente de la consistencia y cuando veas que la clara ya está sólida, lo puedes virar para que la yema se cocine, y lo sacas con una espátula”, y procedió a sacar la espátula de una gaveta. Lo de la espátula fue fácil. Puse el huevo en un plato, un poco de sal y kétchup, y me lo comí. Mamí me miraba desde la cocina, sonriendo. “¿Cómo está?” Rico, le contesté, orgulloso. Imagino que esa noche se lo contó a papi, “Jorgito hoy frió un huevo” y ambos se echaron a reír.
No recuerdo que juguetes me trajeron los reyes ese año o el anterior, pero décadas después de vez en cuando al ir a freír un huevo, que ahora rompo casi de modo automático y hasta sin pensarlo, de vez en cuando recuerdo a mi mamá, recuerdo ese momento en que mi madre, tan amorosa y solidaria, me enseñó a romper un huevo.
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